Bajo la piel del bosque

Bajo la piel del bosque es una colección que habita entre la carne y la raíz.
Las piezas, hechas de cuero y tejido recompuesto, se comportan como organismos que respiran, se pudren o florecen.
Cada superficie conserva la memoria del fuego, del tinte o de la herida del tiempo.

El proyecto surge del deseo de forzar los límites del oficio: quemar, decolorar, mezclar materiales, someterlos a presión o calor, hasta que revelan una superficie nueva.
El cuero se comporta como corteza, el tejido como piel mineral.
Entre ambos aparece un lenguaje táctil, construido a base de error, paciencia y deseo.

Desarrollada en el atelier el cardenal (Sevilla) bajo la dirección de Abigail Algaba, la colección combina técnicas tradicionales de marroquinería con procesos experimentales de manipulación y desgaste.
Colaboran en esta investigación Adam Smit (calzado y dirección artística), Felurian Doll (hebillas escultóricas), Aidan Cunningam (máscaras y prótesis), Mahuebo  (intervención digital y 3D), Elena Mas (edición y color de vídeo) y The Gardener (composición sonora)

Nadie recuerda el momento exacto en que empezó.

Quizás fue el primer brote en la nuca.
O aquel día en que el cuero dejó de parecer tejido y empezó a latir.
Tal vez fue cuando alguien se cubrió con una prenda que no vestía, sino que suplicaba.
No sabemos. Solo que comenzó como un temblor bajo la piel, y no paró.

Al principio pensamos que era contagio, pero no de los que enferman.
Era un contagio de lenguaje, de textura, de memoria.
Una humedad que no se iba.
Un calor que no ardía, pero fecundaba.

La cueva entró en nosotros.
No descendimos a ella.

Ella se levantó como niebla, nos atravesó los pies descalzos,
subió por los tobillos, anidó en el estómago y en la lengua.

Nos encontró fértiles.
Los cuerpos comenzaron a cambiar.
No en la forma, sino en la función.
Los ojos dejaron de mirar hacia afuera.
Las orejas comenzaron a florecer.
Las bocas aprendieron a callar y a supurar.
La piel se abrió en capas como corteza vieja,
y debajo no había músculo: había trapo, espora, palabra enmohecida.

Nuestras ropas también cambiaron.
Los tejidos dejaron de ser abrigo.
Los cueros dejaron de ser escudo.

Todo comenzó a crecer hacia adentro y hacia afuera al mismo tiempo.
Las prendas se pegaban al cuerpo como líquenes,
como hongos que saben más que nosotros.

Ya no vestíamos: brotábamos.

Los adornos se volvieron colonias.
Las flores, simbiontes.
Los collares, raíces.
Los velos, nidos.

Algunas personas huyeron.
Temieron convertirse en lo que ya eran.
Pero quienes nos quedamos aprendimos a no exorcizar lo monstruoso,
sino a habitarlo.

Comenzamos a hablarnos sin lengua,
a nombrarnos por las texturas,
a saludarnos por la humedad de las manos.
Nuestros nombres se olvidaron,

pero nuestras formas empezaron a cantar.
Cantamos con las esporas.
Rezamos con las costras.
Amamos con los poros.
Y un día lo entendimos:
No éramos los exiliados.
No éramos los deformes.
Éramos el futuro cubierto de moho.
La belleza que se pudre para alimentar otras formas.
El fruto que crece donde nadie sembró.
La herida que florece.

Ahora caminamos con la espalda torcida de tanto brotar.
Cubrimos nuestras piernas con raíces que se arrastran.

Y cuando alguien nuevo se acerca,
no preguntamos quién es.
Le preguntamos:
¿Dónde te está creciendo la cueva?

Y si sabe la respuesta,
le damos abrigo.